Medellín, junio de 1957.

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Esta es una historia de vida y de nostalgia, ambientada en una ciudad, que en 1957, despertaba entre el aroma del café y el hollín de las locomotoras.


Ester.

Un nombre que suena a fuerza y a resistencia, acorde con una mujer que decide cargar un baúl de hojalata y buscar un destino distinto al que la pobreza y la ausencia de su padre le impusieron.


La luz de la luna apenas lograba filtrarse por las persianas de madera de la casona, en un barrio encumbrado de la ciudad. Dentro, Ester, de apenas veinte años, no escuchaba el canto de los grillos, sino el latido acelerado de su propio corazón. Frente a ella, su posesión más preciada esperaba en silencio: un baúl de madera forrado en hojalata, cuyos remaches brillaban bajo la penumbra.

Ese baúl no era solo un objeto; era su vida entera compactada. Allí, bajo la tapa pesada, yacían tres vestidos sencillos, ropa interior, una Biblia —que nunca leía—, un par de zapatos de tacón bajo para los domingos y, escondido entre las sábanas, un cuaderno lleno de versos prohibidos y sueños de independencia.


La huida


Ester sabía que el tiempo corría: el día apropiado era hoy, estaba sola en casa. Con un esfuerzo sobrehumano, arrastró el baúl por el corredor de baldosas rojas, brillantes. El roce de la hojalata contra el suelo producía un siseo metálico que le entraba en el alma.


Al llegar al portón de hierro, el sereno de la cuadra —un hombre mayor que conocía a Ester — la miró con sorpresa.


—¿Para dónde va con tanto afán, niña Ester? —susurró el hombre, ajustándose la ruana.


—A buscar mi propio nombre, don Alberto —respondió ella.


Estación Medellín


El taxi negro y amarillo la dejó en la Estación Medellín del Ferrocarril de Antioquia. El aire de la mañana era frío y húmedo, cargado con olor a carbón y vapor. Ester, se sentó sobre su baúl de hojalata, sintiendo el frío del metal traspasar la tela de su falda.


A su alrededor, la ciudad comenzaba a desperezarse. Obreros con boinas y mujeres con pañolones caminaban hacia la fábrica de Coltejer. Ella se sentía como una intrusa en su propio cuerpo, una golondrina que decidía volar a contravía.

Cuando el silbato del tren rasgó el aire, Ester, sintió un nudo en la garganta. Miró hacia las montañas que abrazan el valle de Aburrá: esas montañas que hasta ayer fueron sus muros y hoy eran su trampolín.


El Horizonte

Un hombre subió el baúl al vagón de carga. Ella lo vio desaparecer entre bultos de café y cajas de mercancía. Subió al vagón de pasajeros, buscó un asiento junto a la ventana.

No sabía qué le esperaba, pero sabía o creía saber que, por primera vez, las llaves de su destino no estaban en el bolsillo de su madre, sino guardadas en el fondo de ese baúl plateado.

Para Ester, aquel baúl de hojalata no era un lujo, sino un escudo. Lo había comprado con las propinas ahorradas durante meses en el restaurante donde trabajaba, un lugar ruidoso cerca de Guayaquil.

Vivir en un "barrio encumbrado" de Medellín, siendo además igual de pobre que sus vecinos, era una condena de silencio; significaba mantener las apariencias frente a ellos, tras las puertas cerradas de su casa, solo su madre, ella y sus hermanas conocían sus rutinas de precariedad y esfuerzos.

El sonido del baúl volvía una y otra vez a su mente. Recordó el momento en que terminó de empacar: el baúl pesaba más por los recuerdos que por la ropa. Al cerrarlo, el choque del metal contra la madera fue como un punto final. No se llevaba muebles, ni joyas, ni herencias; se llevaba la memoria de los que ya no estaban y la determinación de no volver a ser la sombra de los vecinos en las laderas de Medellín.


El adiós,


Ester se acomodó en el asiento del vagón de tercera clase. Por la ventana vio cómo las luces de los barrios de Medellín —aquellos donde había trabajado limpiando suelos que nunca serían suyos— se convertían en pequeños puntos que parpadeaban como estrellas moribundas entre las montañas.

El baúl de hojalata estaba a salvo en el vagón de carga. Se miró las manos: enrojecidas por el trabajo en el restaurante, pero, por primera vez en años, libres de bandejas y trapos de cocina.

—Adiós, Medellín —susurró.

No solo escapaba de la ciudad; huía de la mirada de lástima de los vecinos y de la fatiga de ver a sus hermanas pasar necesidades. En su regazo apretaba el tiquete de viaje. Sabía que, en la ciudad desconocida, nadie conocería su historia de pobreza, y que su baúl de hojalata sería lo único que le recordaría quién era y de dónde venía.

El regreso a Cali no fue el de una hija pródiga, sino el de una mujer que volvía a un nido lleno de espinas. Cuando el tren se detuvo en la estación de la Sultana del Valle, el calor pegajoso y el olor a caña dulce la golpearon de frente.




Allí estaba Ester, cargando el peso de una familia que se desmoronaba en silencio, mientras ella —con un baúl de hojalata— había intentado salvarse sola.


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